miércoles, 30 de marzo de 2011

Hermandad

Con mi cabeza no es raro que día si, día también me deje algo en casa. Cuando no me dejo el móvil, me dejo la luz de la cocina encendida. Pero el drama llega cuando me dejo el mechero. Siempre he sido de la opinión que, para un fumador, es mucho peor estar sin fuego que sin tabaco. Sin tabaco uno se resigna. Si no hay cigarrillos que llevarse a la boca solo puede haber una solución: bajar al estanco a comprar una cajetilla. Pero quedarse sin yesca, ya sea porque se le ha acabado a uno la gasolina del zippo, o directamente se lo ha quedado en casa, provoca en el fumador una ansiedad extrema. Ansiedad acrecentada por la indecisión de comprar o no un nuevo encendedor.

Por regla general un fumador tiene rondando por los cajones de casa dos o tres docenas de millones de mecheros, unos gastados, otros sin piedra, pero la mayoría de ellos en perfecto estado de revista. Por tanto, comprar un chispero, aunque sea el más barato del chino más próximo es una soberana gilipollez. Pero sin mechero no se puece fumar ese cigarro inquieto que, ya fuera de la cajetilla, ronda entre los dedos, cuando no pende de los labios. Se busca en las mesas, se rebusca en los cajones intentando localizar uno de ellos que debía estar guardado previendo la actual necesidad (y que probablemente ha terminado en el bolsillo de algún compañero en similares circustancias) hasta que al final se baja al estanco, se compra una cajetilla y se le dice al dependiente, "Regálame un mechero, hombre"...

Pero la situación puede llegar a ser peor si es que uno se percata de tal ausencia mientras va caminando. Es entonces cuando, tras una puntillosa inspección de todos los bolsillos de pantalón, chaqueta y camisa, se comienza a mirar las manos y las caras de cualquier viandante con el que el olvidadizo fumador pueda cruzarse. Las primeras buscando cigarrillos que puedan servir de improvisadas teas, las segundas para escudriñar cualquier detalle que lo delaten como compañero de adicción. Y parece entonces que nadie fuma, que todos se han apuntado a la Ley Pajín con abnegada disciplina. Y la situación se vuelve cada vez más y más tensa.

Eso me ha pasado esta misma mañana mientras paseaba de camino al trabajo. El encendedor en casa y yo con un Golpe de Suerte repleto en el bolsillo. Suerte que, al cruzar por delante de una cafetería, dos partisanos de la nicotina salían con sendos cigarrilos preparados para echar unas caladas mientras se deja uno infectar por las más variadas bacterias y virus, espoleados por el frio mañanero. "Perdón, tenéis fuego?" La miradas no pueden ser más complices. "Claro que sí. Toma, hombre". Y, mientras el más depierto de ellos alargaba la mano para ofrecerme la llama de un clipper, una sonrisa apareció en la cara de los tres. En la mía por la satisfacción de dejar entrar la primera bocanada de humo en mis pulmones. En la del padrino de esta improvisada alternativa por realizar la primera buena acción del día socorriendo al necesitado. Y en la del testigo por el gozo de comprobar que, a pesar de persecuciones, culpabilidades y exilios, una nueva hermandad ha nacido entre los fumadores que va más allá de clases, ideologías, sexo o religión y cuyo nexo de unión es un cilindro de tabaco seco liado en papel de hilo o arroz, con o sin filtro.

Afortunadamente, cuando he llegado al curro, otro hermano fumador mucho más previsor que yo, me ha regalado un mechero marca Prof, que porta siempre en su bandolera como reserva para no verse en aprietos como el narrado. Gracias, Pepe!

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