Nunca me he sentido demasiado apegado a este territorio que me vio nacer. Cuando escucho "Extremadura" es para mi como si la Asociación Folklórica Renacer se me pusiera a tocar justo en la oreja El Candil un día de resaca.
Que no se me entienda mal: me gusta mi tierra, hablo de sus contrastes con orgullo, me gusta recordar las hazañas de los conquistadores, como jamón únicamente de DO Dehesa, regalo tortas del Casar o de la Serena cuando tengo algún compromiso, me emociono viendo un lince en Monfragüe y hasta puedo escuchar La Uva o Redoble sin sentir demasiados escalofríos.
Pero no soporto que la única imagen válida de Extremadura desde la formación de la Comunidad Autónoma sea para algunos un territorio imaginario equidistante entre Mérida y Cáceres (más cerca quizás de esta última) en el que las fiestas se hacen a base de jotas, pitarra y tencas. Me repatea que haya quien acuse a los flamencos extremeños de contaminación cultural cuando ese Bien Inmaterial de la Humanidad es también patrimonio nuestro. Que se le ponga la etiqueta de Carnaval netamente extremeño al Peropalo relegando a otros a retransmisiones en diferido que acaban a las tantas de la mañana. Que se nos llame portugueses a los que vivimos cerca de La Raya cuando la influencia lusa es bien notable en los pueblos y las gentes de toda Extremadura. Y tampoco soporto el vino extremeño si no me he tomado un omeprazol antes.
Extremadura somos todos. Y desde siempre se han cantado fandangos en Fregenal y tangos en la Plaza Alta. Para ir a la feria guapas, nuestras mujeres de siempre se han vestido de gitanas y el bacalao dorado ya se puede considerar plato autóctono.
Creo poco en los territorios porque solo hay que conocer un poco los pueblos para ver que no hay una muralla que separe Higuera de Jabugo, Azuaga de Peñarroya, Talarrubias de Almadén, Navalmoral de Oropesa, Plasencia de Bejar o Coria de Ciudad Rodrígo. Tampoco Valencia de Portalegre o La Codosera de Campomaior. Pero creo en las identidades. Y la identidad extremeña que nos han querido vender ha sido siempre más una suerte de alegato político-territorial que la realidad más común en nuestros pueblos, sobre todo cuando lo más rico es la diversidad, no la exclusión.
En cierta ocasión le escuché a un compañero cacereño: "Extremadura dos: Cáceres y se acabó". Mal hemos ido. Mal vamos. Y parece que mal iremos. A mi me siempre me ha gustado más este otro: "Extremadura tres: Badajoz, Cáceres y Leganés".
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